Como ya expliqué en mi post de noviembre de 2014 existen numerosos estudios que intentan aclarar la conexión entre la frecuencia cardiaca y la expectativa de vida.
Ya a principios del siglo XX, Max Rubén en 1908, propuso la «Teoría de la Tasa de vida», que postulaba que los organismos con metabolismos más acelerados tenían esperanzas de vida menores. Ruben evidenció que los animales más pequeños y con metabolismos más acelerados tenía una menor expectativa de vida que los de mayor tamaño. Posteriormente, fue Raymond Pearl en su libro “The Rate Of Living”, publicado veinte años después, quien se vuelve a hacer eco de esta visión de la relación inversa entre el tamaño y metabolismo del organismo y su esperanza de vida.
Según Pearl, el número de latidos a lo largo de las vidas de todos los mamíferos es bastante similar, tanto el ratón que tiene una frecuencia cardiaca basal de 600 lat/min y una vida media de 2 años, como una ballena que tiene una frecuencia cardiaca de 10 lat/min y una vida que puede llegar a los 200 años.
Cuatro años más tarde, en 1932, Max Kleiber propone su ley, también llamada curva ratón-elefante por la que el metabolismo basal de un organismo se puede calcular elevando su peso a la potencia de ¾ o de 0.75. Es decir; según sube el peso de un organismo su metabolismo basal también aumenta pero en menor proporción de lo esperado. O lo que es lo mismo, el metabolismo se enlentece proporcionalmente según aumenta el peso y tamaño del organismo.
Si esto es cierto a nivel de organismos individuales, una publicación reciente de la revista Science demuestra que esta potencia de ¾ también es aplicable a ecosistemas enteros. Por ejemplo, si las presas de la sabana africana aumentan en una proporción determinada, sus depredadores no aumentan en la misma proporción sino en una menor, en exactamente a la potencia 0.75.
De todos es sabido la relación entre la tasa metabólica de los mamíferos y sus frecuencias cardiacas. De hecho, un análisis de regresión logarítmica entre la masa corporal y la tasa metabólica de los mamíferos, dibuja una línea recta con exactamente la misma pendiente que la que se obtiene entre la masa corporal y la frecuencia cardiaca. Es decir; la frecuencia cardiaca tiene una estrecha relación con la tasa metabólica, que es mucho más elevada en los mamíferos pequeños y que son los que tienen una expectativa de vida menor.
Un estudio retrospectivo, publicado el pasado mes de febrero, realizado sobre el seguimiento a 10 años de 6.733 individuos de mediana edad llega a las siguientes conclusiones:
- Si la frecuencia cardiaca es menor de 50 lat/min, de forma natural, la supervivencia es un 29% mayor.
- Si la frecuencia cardiaca basal se modifica artificialmente con mediación para llegar a ser menos de 50 lat/min, el riesgo de muerte aumenta en 2.4 veces.
- Si la frecuencia cardiaca basal es superior a 80 lat/min el riesgo de muerte durante los 10 años de duración del estudio fue un 49% mayor.
- Si la frecuencia cardiaca en reposo es superior a 80 lat/min, a pesar de dar medicación para disminuirla, el riesgo de muerte era 3.6 veces mayor.
En conclusión: según este reciente análisis podemos contestar a la pregunta que aún teníamos pendiente en el post previo. Parece claro que frecuencias cardiacas elevadas se traducen en menores esperanzas de vida, al menos entre diferentes especies de mamíferos. Pero, a partir de este estudio podemos concluir que disminuir nuestra frecuencia cardiaca con fármacos, no sólo no aumenta nuestra supervivencia sino que puede reducirla.
Existe un método natural que siempre se ha demostrado eficaz no sólo para disminuir nuestra frecuencia cardiaca sino para aumentar nuestra supervivencia: la realización de ejercicio físico moderado de forma regular.
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