Esta semana voy a escribir un post sin relación con la cardiología, pero que me ha parecido muy novedoso e interesante y que puede contribuir a explicar muchas de las conductas que habitualmente vemos en nuestras vidas.
Inicialmente, leí un artículo de Dacher Keltner, profesor de psicología de la Universidad de California, publicado en la edición de octubre de la de revista Harvard Business Review. En este artículo, el profesor expone que en sus 20 años de experiencia ha descubierto un patrón nada tranquilizador: mientras que la gente gana poder mediante buenos tratos y acciones encaminadas al interés general, haciendo gala de empatía, colaboración, justicia y franqueza; cuando se comienzan a sentir poderosos o gozan de una posición de privilegio, esas cualidades comienzan a desvanecerse. El poder suele desencadenar gente descortés, egoísta y de comportamiento reprobable. Se cumple lo que ya afirmaba el político e historiador Lord Acton en el siglo XIX: El poder corrompe.
Os animo a que leáis el articulo (en inglés), ya que no tiene desperdicio.
Entonces, me pregunté si habría algún parámetro en nuestro cerebro que pudiera ser objetivado y medido en personas con este tipo de cambio de comportamiento y que nos pudiera alertar de que nosotros mismos estamos experimentando ese cambio o de que este o aquél dirigente está en ese punto o que ya lo ha sobrepasado.
No encontré nada en relación al poder, pero sí este otro muy interesante que también podría ser aplicable a los sujetos poderosos que se corrompen.
Me refiero a un reciente artículo publicado en Science. Nos revela que cuando más mentimos más tolerantes somos con nuestras propias mentirás, si éstas redundan en beneficio propio. Es decir; es la base fisiológica que explica lo de “creernos nuestras propias mentiras o mentir más que hablar”
Este estudio se llevó a cabo con 80 voluntarios que tenían que estimar el número de monedas que había en un tarro y mandar la estimación mediante un ordenador a otros compañeros a los que no veían. En el escenario basal, se les informó que si eran lo más exactos posible, se beneficiarían ellos y sus compañeros. Posteriormente, en otros escenarios, infra o sobreestimar el número de monedas podían beneficiarles a ellos a expensas de su compañero, beneficiar a todos, a sus compañeros a expensas de ellos mismos o sólo beneficiar a unos de ellos sin afectar a los otros.
Para medir las reacciones de los voluntarios, se les escaneó el cerebro mientras realizaban el estudio. Analizaron la actividad de la amígdala cerebral, una parte del cerebro asociada a las emociones.
Cuando el exagerar el contenido de monedas beneficiaba al voluntario a expensas de su compañero, solían comenzar sólo con una ligera sobreestimación. Esto producía una importante activación de la amígdala cerebral, con una desagradable sensación de malestar y culpa. Las exageraciones sobre el contenido del tarro iban aumentando progresivamente durante el desarrollo del experimento, mientras que la respuesta de la amígdala y la sensación de malestar iban disminuyendo paulatinamente.
Más importante todavía: los investigadores hallaron que importantes caídas en la actividad de la amigdala predecían a las futuras mayores mentiras.
Contar pequeñas mentiras desensibiliza nuestro cerebro de las sensaciones negativas asociadas que este hecho produce y facilita que el futuro seamos capaces de decir mentiras mucho mayores sin la sensación negativa correspondiente. Es decir; nos podemos entrenar a mentir para finalmente hacerlo con total naturalidad y sin sentimiento de culpa.
Esta es la respuesta a la pregunta que frecuentemente hacemos cuando oímos decir a alguien un considerable sarta de mentiras sin inmutarse: ¿Pero, cómo no se le cae la cara de vergüenza?