En la actualidad existe una subcultura sobre todo tipo de dietas, no sólo con el objetivo de perder peso sino también con fin de mejorar la salud. Todos conocemos la famosa frase del filósofo y antropólogo alemán Ludwig Feuerbach, “Somos lo que comemos” que expresó en 1850 en su escrito «Enseñanza de la alimentación”.
Las grasas de nuestra dieta han sido el blanco de continuos ataques, no sólo por la gran cantidad de calorías que aportan sino por su relación con nuestro nivel de colesterol y por lo tanto con la aparición de problemas cardiovasculares.
Ya en 1977, el gobierno de Estados Unidos en su “Dietary Goals for the United States” recomendó reducir la grasa de la dieta comiendo menos carne, huevos y lácteos (fuentes de grasas saturadas) y reemplazarla por verduras, cereales y fruta. A partir de entonces las opiniones de evitar el consumo de grasas han sido prácticamente unánimes hasta hace pocos años.
Desde entonces, la industria alimentaria se adaptó a las recomendaciones fabricando masivamente productos bajos en grasa o mejor sin nada de ella. Se etiquetaban todo tipo de alimentos con llamativos “light o 0% de grasa”, incluso aquellos que naturalmente nunca la han tenido.
Sería conveniente hacer un poco de historia para comprender la evolución de esta fobia a la grasa, pero dada su extensión, recomiendo mejor la lectura de dos artículos de la revista TIME
Pero, que hay de cierto en todo esto. ¿Son de verdad tan malas las grasas? ¿Son todas igual de nocivas? ¿Si no comemos grasas, por qué alimentos debemos sustituirlas?
Desde el año 2010 se vienen publicando meta-análisis y estudios que cuestionan estas arraigadas creencias. En marzo del año pasado un artículo publicado en la revista “Annals of Internal Medicine” basado en múltiples estudios, concluye que, con la evidencia científica actual, no se puede mantener las recomendaciones de las guías cardiovasculares que aconsejan aumentar el consumo de ácidos grasos poliinsaturados y disminuir el de grasas saturadas.
Sin embargo, no ha sido hasta la publicación del pasado mes de agosto de un artículo en «The British Medical Journal» cuando se ha desatado verdaderamente la polémica entre los detractores y los defensores de las grasas.
Este importante meta-análisis concluye que las grasas saturadas no se asocian con la mortalidad total, con la enfermedad cardiovascular, la cardiopatía isquémica, ictus isquémico ni con la diabetes tipo 2. Por otra parte, las grasas trans se asocian con la mortalidad total y cardiovascular, probablemente porque el consumo de grasas trans es preferentemente de origen industrial y no de origen animal.
Por el contrario la prestigiosa Cochrane, en sus recomendaciones de junio de este año continúa recomendando disminuir la ingesta de grasas saturadas como medio de reducir la enfermedad cardiovascular, aunque no la mortalidad.
Lo que parece claro es que, en la práctica diaria y no desde la teoría, es utópico pensar que al disminuir las grasas saturadas de nuestras dietas estas van a ser sustituidas por un aumento del consumo de los hidratos de carbono saludables, de bajo índice glicémico(*), provenientes de fruta, legumbres, verduras y cereales. La realidad nos dice que cuando se han aplicado estas recomendaciones, lo que sustituyó a las grasas fueron hidratos de carbono de alto índice glicémico (azúcar, pan, bollería, pasta, pizza, patatas, maíz,…), que sí han demostrado un aumento de los problemas cardiovasculares.
Por otra parte, es cierto que el consumo de grasas saturadas aumenta los niveles de colesterol total y del LDL-colesterol (el colesterol malo), pero también aumenta los niveles de HDL colesterol (el colesterol bueno). Además, el aumento que produce en el LDL es a expensas de las partículas más gruesas y esponjosas del mismo, que son inofensivas. En cambio no modifican los niveles de las partículas más pequeñas y densas del colesterol LDL, que han demostrado ser las realmente perjudiciales.
Aunque existen grasas beneficiosas (Omega-3), que posiblemente puedan disminuir la enfermedad cardiovascular, eso no significa que las grasas saturadas la aumenten, sino que más bien tienen un efecto neutro.
¿Y qué ocurre con las grasas trans?
Las grasas trans son grasas insaturadas producidas principalmente de forma industrial mediante la hidrogenación de grasas de origen vegetal. Se utilizan en la industria alimenticia porque son baratas y además porque son útiles para mejorar el sabor, la durabilidad, el aspecto, la cremosidad o la untabilidad de los alimentos.
Tienen una alta presencia en comida preparada tipo pizzas, repostería, pan industrial, alimentos infantiles, helados procesados, margarinas, bollería industrial, snacks, platos preparados, yogures de sabores, etc. En general la mayoría de productos procesados que compramos empaquetados.
Este tipo de grasas sí se asocian claramente a un aumento de los problemas cardiovasculares y son, por tanto, las que debemos evitar.
En cambio, si todos estos elementos fueran elaborados por nosotros por nuestros medios, en nuestra cocina, estarían absolutamente libre de estas grasas perjudiciales.
También existen grasas trans de origen animal (no industrial) que, por el contrario, no han demostrado este efecto perjudicial.
En conclusión; aunque aún no está todo dicho, parece cada vez más evidente que las grasas saturadas no aumentan los problemas cardiovasculares, contrariamente a los hidratos de carbono con alto índice glicémico(*) y a las grasas trans de origen industrial que sí lo hacen.
(*) El índice glicémico es la capacidad de un hidrato de carbono para aumentar el nivel de glucosa en sangre tras su ingestión.