Hoy, de forma excepcional, voy a escribir un post dirigido a mis compañeros, los médicos, en lugar de a vosotros los pacientes, que sois para los que creé este blog. Os ruego que me disculpéis, pero creo que el tema tiene la suficiente importancia como para que ocupe un lugar en este espacio.
Este pasado viernes y sábado he asistido a la muy enriquecedora reunión de la sección de riesgo vascular y rehabilitación cardiaca, de la sociedad española de Cardiología (SEC), que se celebró en Alicante.
Se planteó un tema en el que estoy muy interesado, el relacionado con las nuevas guías de tratamiento de la dislipemia de la Sociedad Europea de Cardiología (ESC), que ya se han confeccionado pero que probablemente no se publicarán hasta el congreso anual de la ESC, que se celebrará el próximo mes de agosto. Aunque no se sabe el contenido de las guías, los ponentes daban su opinión sobre lo que pensaban que serían las recomendaciones y la posición actual de la SEC sobre estos temas.
Hubo una cuestión en particular que me llamó mucho la atención. A ver qué opináis vosotros.
Recientemente han salido al mercado unos fármacos extraordinariamente potentes, pero también extraordinariamente caros para el tratamiento de la hipercolesterolemia, los llamados anti-PCSK9.
En las ponencias en las que se hablaron de ellos se nos hacía llegar las grandes virtudes de estos fármacos, disminuyendo los niveles de LDL-colesterol a cifras muy bajas, sin aparentes efectos secundarios significativos. Por otra parte, disponemos ya de fármacos potentes con más de 25 años de experiencia para el tratamiento de la hipercolesterolemia, las estatinas.
La tendencia, cada vez menos puesta en duda y cada vez más evidente en relación al tratamiento de la hipercolesterolemia es que el colesterol, cuanto más bajo mejor.
A pesar de que el colesterol es fundamental para muchos procesos de nuestro organismo, hasta hoy no se ha podido evidenciar que exista un sólo efecto secundario atribuible a un nivel demasiado bajo de colesterol en sangre. De hecho, en los estudios actuales con estos nuevos fármacos tenemos pacientes con niveles de 25 mg/dl de LDL-colesterol, sin aparentes efectos indeseables.
Por otra parte, hemos aprendido de estudios previos que la placa de aterosclerosis empieza a reducirse a partir de niveles inferiores a 70 – 80 mg/dl de LDL-colesterol y que los eventos cardiovasculares también disminuyen en mayor medida a partir de ese nivel. Entonces, puede alguien explicarme ¿por qué las diferentes sociedades científicas siguen recomendando niveles objetivo de 100 o incluso de 115 mg/dl o una menor intensidad de tratamiento en los grupos de menor riesgo cardiovascular? No existe ningún indicio que nos haga sospechar que las placas de aterosclerosis de esos pacientes se reduzcan a un nivel superior que las de los otros ni que en este grupo de pacientes no vayamos a obtener un mayor beneficio si conseguimos niveles inferiores de colesterol. Esta es una actitud no sólo de nuestra sociedad sino que la comparten las principales sociedades científicas de otros países. Pero no por ello debe de admitirse como absolutamente válida. En mi humilde parecer, como cardiólogo clínico de a pie, es una actitud que debe criticarse porque nos aleja de nuestro principal objetivo: recomendar a nuestros pacientes los mejores tratamientos disponibles basados exclusivamente en la evidencia científica
Entonces, repito la pregunta: ¿por qué niveles objetivo diferentes?
La respuesta es muy sencilla: por un criterio puramente económico. La cantidad de pacientes a tratar para conseguir la reducción de un evento es menor en los grupos de mayor riesgo. Por lo tanto, el costo-beneficio es mejor. Pero, ¿quiere eso decir que las sociedades científicas debamos tener en cuenta estos criterios económicos para hacer nuestras recomendaciones? En esto es en lo que no coincido en absoluto.
Por ejemplo, pongamos el caso de que viene un paciente a nuestra consulta que no tiene cobertura de la seguridad social o bien, está dispuesto a pagar su tratamiento y nos pide que le ofrezcamos lo mejor para su salud. Si no presenta efectos secundarios del tratamiento, ¿le recomendaríamos quedarse en niveles de 115 o de 100 de LDL o ya que tiene que tomar fármacos, intentaríamos conseguir el mayor beneficio con niveles cercanos o inferiores a 70?. De hecho, en nosotros mismos, si tuviéramos que tratarnos, ¿nos quedaríamos tranquilos con niveles superiores o trataríamos de llegar a niveles más bajos?. Si la respuesta es que en ambos casos intentaríamos bajar más el colesterol, ¿por qué a otros de nuestros pacientes les recomendamos algo diferente? ¿Es que la aterosclerosis se comporta de forma diferente según quien pague el tratamiento?
Pienso que las recomendaciones científicas deberían ser eso: científicas y no depender de quién paga un tratamiento o tiene más capacidad para acceder a él. Esas cuestiones deberían tratarse en un ámbito diferente y entran en el campo de la política sanitaria y de la salud pública. Es claro que los recursos económicos no son ilimitados y que debemos lograr el mayor beneficio de esos recursos finitos. Eso no lo pongo ni lo pondré en duda. Pero la evidencia científica debe ser eso: evidencia científica y en esa evidencia deberíamos basar las recomendaciones de las sociedades científicas. De otra forma, ocasionaremos un perjuicio a nuestros pacientes y a nosotros mismos; ya que con razón, perderemos credibilidad. Nuestros pacientes no sabrán si lo que les recetamos es fruto de intentar ahorrar dinero a nuestro sistema sanitario o, por el contrario, debido a las presiones de la industria farmacéutica. es decir; desconfiarán de nosotros y de nuestras prescripciones. Debemos recomendar lo que realmente pensamos que, según la evidencia científica, es lo mejor para nuestros pacientes.
Cuando plantee públicamente estas dudas tras unas ponencias de esta reciente reunión de Alicante, uno de los prestigiosos ponentes, en su contestación y tras explicarme sus argumentos, en relación a los posibles efectos secundarios y a no dar una imagen de que lo que queremos es recetar lo máximo posible, incluyó irónicamente una pregunta: ¿entonces, deberíamos poner estatinas en el agua que bebemos? Yo, en mi interior pensaba que quizá y al final de todo, no deberíamos pensar en esta posibilidad como tan descabellada. Hace 50 años, quizá más de uno hizo una broma similar con respecto al flúor y la prevención de la caries. Hoy en día la cantidad de flúor que debe contener nuestra agua potable está regulada por ley.